miércoles, 29 de enero de 2014

Cuando las heridas se curaban con aceite hirviendo. Fuente: El Correo

Durante gran parte de la historia, el remedio ha sido peor que la enfermedad. Que se lo digan a los enfermos de sífilis, a los que se les aplicaban unas terribles friegas con mercurio “que curaban a uno entre cien”


En el siglo XVI, como en el XV, el VIII, el XVII o en el III antes de Cristo, había algo peor (o casi) que la guerra: los médicos. Hasta hace unos 150 años no se puede hablar de medicina tal y como se entiende hoy en día, con atención por la higiene, con utilización de anestésicos contra el dolor, con vacunas…, en definitiva, con un método efectivo para saber qué era beneficioso y qué no hacia sino empeorar a los enfermos. Hasta entonces, los médicos eran más ‘matasanos’ que otra cosa. Resulta aterrador conocer las ‘terapias’ que utilizaban para tratar a los enfermos, que iban desde el aceite hirviendo para las heridas de guerra a friegas con mercurio contra la sífilis “que apenas curaban a uno entre cien”; pasando por la ‘incubación’ de la Grecia Clásica, consistente en esperar a que un dios o sus sacerdotes le curaran a uno, o las poco higiénicas termas.
André Paré fue un cirujano francés del siglo XVI que atendió a cientos de soldados en las campañas de Francisco I, uno de los grandes rivales de Carlos I de España (y V de Alemania. El emperador, en definitiva). Por cirujano no hay que entender a ese médico especializado en operaciones con una sólida formación universitaria. No. Por aquel entonces el cirujano aprendía su arte de la mano de... los barberos. La medicina, que tampoco era ninguna maravilla, estaba en las universidades pero todavía anclada en la teoría de los humores de Galeno y la Antigüedad. Las conocidísimas sangrías era una de sus técnicas curativas favoritas.
Por entonces se tenía la equivocada idea de que la pólvora utilizada en las armas de fuego envenenaba las heridas. La ‘solución’ aplicada no podía ser más brutal: abrían sin contemplaciones y vertían aceite hirviendo. Después ponían emplastos para estimular la formación de pus, que el mencionado Galeno -se suponía que éste sabía bien de qué hablaba con las heridas, pues se formó cuidando de los gladiadores antes de ocuparse de los emperadores- consideraba indispensable para curar el daño. A aquella barbaridad solo la casualidad le pudo poner fin. Resulta que Paré se quedó un día sin el aceite suficiente para ‘tratar’ a los heridos y se tuvo que conformar con poner apósitos suaves a los soldados. "Por la noche no pude dormir tranquilo pensando que encontraría muertos o envenenados a los heridos en que dejé de emplear dicho aceite", escribió asustado. Al día siguiente, los que habían sido tratados de esta manera estaban, claro, bastante mejor que sus desgraciados compañeros de armas.
La sífilis: cuando el remedio es casi peor que la enfermedad
Por esa misma época había una enfermedad que arrasaba en Europa: la sífilis. Su paternidad se la discuten los soldados franceses y los descubridores españoles, que la habrían contraído al desfogar su pasión en Ámérica. Que era mucha, por cierto: se cuenta que en una ocasión, la marinería de Colón estaba tan hambrienta de sexo que llegaron a asaltar un lazareto lleno de mujeres que sufrían la lepra -afección bastante menos contagiosa de lo que se pensaba por entonces-. Sea como fuere, esta terrible enfermedad venérea -en estados avanzados provoca mutilaciones y pérdida de la razón-, tenía un tratamiento terrorífico: friegas de mercurio. “Los pacientes eran friccionados una o varias veces por día con mercurio y encerrados en una habitación donde la temperatura era mantenida muy elevada. El tratamiento duraba de veinte a treinta días. El enfermo comenzaba a debilitarse y una enorme inflamación aparecía en la garganta y en la boca acompañada de úlceras. Las encías se volvían tumefactas y los dientes se desprendían. Un caudal de saliva nauseabunda acudía continuamente a la boca. Muchos enfermos preferían la muerte a este tratamiento bárbaro de mercurio que apenas curaba a uno entre cien”. Esto lo dice quien conocía bien el trance, un tal Ulrich von Hutter, un caballero que parecía destinado a la carrera eclesiástica. Curioso. El hombre lo sufrió nada más y nada menos que once veces.
Que Asclepio te cure o que lo haga una borrachera
La Antigüedad clásica ha sido siempre destacada por ser el lugar de origen del pensamiento racional y de la filosofía. Pese a ello, la superstición estaba a la orden del día. Hechiceros, adivinadores e intérpretes de sueños se ganaban la vida a base de engañar a los incrédulos. Algunos de estos estaban enfermos y acudían en Grecia a los templos de Asclepio. Emplazados en lugares de clima agradable, allí disfrutaban de baños, masajes y regímenes alimenticios especiales. Sin embargo, la curación debía venir por medio de la ‘incubación’. Se suponía que el dios visitaba al paciente mientras dormía y lo sanaba en persona. También podía darse el caso de que delegara en sus sacerdotes o incluso en serpientes. Otra opción era la vía de Dionisio, que consistía en alcanzar un éxtasis frenético a través del alcohol y la danza. Dicho de otra forma, una buena borrachera.
Los remedios de los médicos ‘serios’, los seguidores de Hipócrates, eran diferentes. Algunos recomendaban la miel para los “desórdenes fríos y acuosos” porque calentaba y secaba. Y también vómitos, baños y ejercicios. El propio Hipócrates tuvo que hacer frente a la famosa epidemia que arrasó Atenas entre el 430 y el 427 a.C. Aunque no se sabe con exactitud de qué enfermedad se trató -tifus, peste bubónica, escarlatina o algún tipo de fiebre hemorrágica-, acabó con un tercio de la población. Ensayó una especie de fumigaciones aromáticas que fueron efectivas en algunos casos, pero inútiles para hacer frente al desastre.
Con el asunto de los baños hay que ser precavido. Es cierto que en la Roma clásica las termas estaban muy extendidas. De alguna forma eran como los gimnasios en la actualidad. Allí se iba a hacer ejercicio, se comía, se entablaban relaciones sociales -incluidas las prostitutas, que sabían que allí tenían negocio- y, claro, se bañaban. A Cicerón le sacaba de quicio los ruidosos que eran estos lugares. Pero no hay que pensar en los spa actuales. Al parecer no tenían la sana costumbre de cambiar al agua con asiduidad, lo que los convertiría en un foco de infección perfecto para coger lo que no se tenía.
La vacuna, una ‘locura’ genial
Estas barbaridades, por ignorancia, evidentemente, también han ocurrido de forma mucho más reciente. Porque no puede calificarse de otra forma atender a mujeres a punto de dar a luz después de una clase de anatomía con cadáveres sin desinfectarse entre lo uno y lo otro. Resulta que hasta hace solo unos 150 años ésta era la práctica habitual en uno de los grandes hospitales de Viena, una de las ciudades más avanzadas de la Europa de aquellos tiempos. Como es normal, la mortalidad se elevó a niveles trágicos hasta que un médico húngaro, Ignác Fülop Semmelweiss, se dio cuenta de lo que ocurría. La fiebre puerperal por la falta de higiene era la plaga que mataba a las madres. Bastaba con desinfectarse las manos para acabar con el problema.
Desde entonces, la medicina no ha dejado de hacer ‘milagros’, reduciendo las tasas de mortalidad a niveles impensables. Y lo ha hecho con métodos que en principio parecerían tan terribles como los descritos. El mejor ejemplo son las vacunas, una aparente locura que consiste en introducir un virus debilitado para que las defensas del cuerpo aprendan a defenderse de la enfermedad. La idea se le ocurrió a Edward Jenner, un investigador, médico y poeta inglés del siglo XVIII. El objetivo, acabar con la viruela. El método, las ordeñadoras de vacas. Como suena. Resulta que Jenner se dio cuenta de que estas mujeres mostraban un cutis estupendo cuando esta enfermedad es conocida por las cicatrices que deja en la piel. Las vacas transmitían esta enfermedad, pero se trataba de una forma más benigna que la que afecta a los humanos, de manera que dedujo que las lecheras debían haber desarrollado su inmunidad de alguna forma. Decidió probar suerte e inoculó el virus en su forma bovina -para los curiosos, la lechera se llamaba Sarah Nelmes- en un niño de ocho años. Semanas después, se atrevió a introducirle el virus de la viruela en su forma más virulenta. El resultado, dos siglos después, es que esta enfermedad se da por erradicada. Sin utilizar aceite hirviendo

Ante la peste, poco más que aislarse

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